Por Rafael Zúñiga
“6 David dijo:
— ¡Saludos, Mefiboset!
Mefiboset respondió:
— Yo soy su siervo.
7 — ¡No tengas miedo! — le dijo David — , mi intención es mostrarte mi bondad por lo que le prometí a tu padre, Jonatán. Te daré todas las propiedades que pertenecían a tu abuelo Saúl, y comerás aquí conmigo, a la mesa del rey.
8 Mefiboset se inclinó respetuosamente y exclamó:
— ¿Quién es su siervo para que le muestre tal bondad a un perro muerto como yo?” — 2 Samuel 9:6–8 (NTV)
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¿Recuerdas tu primer encuentro con la persona de Dios? ¿Te acuerdas de los sentimientos que había en ti? ¿Eran de temor, asombro o indignidad? Creo que no estamos muy lejos de lo que sintió Mefi-boset al encontrarse con David. Era normal que sintiera miedo. Estaba frente al rey de la nación, con una persona que no era de su sangre. Alguien que por derecho tenía la libertad de matarlo por ser de la familia anterior. Supongo que Mefi-boset ha de haber pensado: “Me encontraron. Me sacaron de mi casa. ¡El rey quiere asesinarme!”.
Esta sección de la historia es lo que yo llamaría “las dinámicas de la gracia”. Es aquí donde vemos como obra la gracia de Dios en nosotros, y como nos hace reaccionar. Como lo dije anteriormente, la gracia sabe más dulce para aquellos que reconocen su incapacidad total de salvarse, pero el resultado de este proceso siempre es maravilloso. Podrá parecer amargo al principio, pero al final será lo mejor que hayamos experimentado.
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Gracia que expone
Uno de los trabajos de la gracia de Dios siempre será exponer nuestro corazón. Cuando Él nos atrae así mismo no es para amarnos a ciegas, como si no existiera pecado y faltas en nuestras vidas. Y aunque la fe en Jesús, en su sacrificio y en su sangre, cubren toda nuestra maldad, es necesario caminar por este dolor momentáneo en donde somos descubiertos por Aquél que ama nuestra alma. Como diría aquel viejo y sabio rey: “Fieles son las heridas del que ama” (Prov. 27:6).
La historia de Mefi-boset es un claro ejemplo de esto. ¿Recuerdas lo que significa su nombre? Sí, significa “disipador de vergüenza”. Lo que su nombre representaba no era nada esperanzador. Estoy seguro que ni al mismo le gustaba repetir su nombre por el significado que cargaba. Y lamentablemente, lo primero que hace David es saludarlo por su nombre. Es como si el rey le estuviera diciendo: “¡Hola! ¡Saludos, disipador de vergüenza!”. ¡Qué momento más vergonzoso! Pero, que necesario es que la gracia nos exponga. Y no me mal interpretes aquí, yo sé muy bien que nuestro Dios no es un Dios que se alegra ni se divierte en marcar y remarcar nuestros pecados y vergüenzas. Es verdad que Dios echa al fondo del mar todos nuestros pecados para nunca volverlos a recordar (Miq. 7:19) y, sobre todo, Él encuentra deleite en hacer y mostrar misericordia. Ese es el corazón de nuestro Dios. Es el mismo corazón de Jesús, y lo vemos en los Evangelios. ¿No confrontó con amor a una samaritana que había tenido cinco maridos y uno que no era su marido? ¿No le dijo a la mujer adúltera: Vete y no peques más? Nunca lo ves ignorando el pecado de la humanidad. Pero, siempre lo verás tratando nuestros errores más profundos con amor y ternura.
La gracia para ser gracia, necesita examinar nuestro corazón y descubrir ante nosotros, la corrupción e incapacidad que tenemos. La gracia de Dios no va a ocultar nuestros pecados, los va a exponer y va a curar nuestras heridas. Y te aseguro que, si el apóstol Pablo estuviera vivo aún, nos diría estas mismas verdades. Él también es un gran ejemplo de esto. Él mismo dijo “soy el peor de los pecadores…pero, soy lo que soy, por la gracia de Dios” (1 Ti. 1:15; 1Co. 15:10).
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Gracia generosa
Lo siguiente que hace la gracia de Dios es mostrarnos toda su generosidad y eliminar todos nuestros temores. Dios nos llama por nombre y sabe bien todo de nosotros. Al encontrarnos ante tanta majestad gloriosa, ¿cómo no hemos de sentir temor, incluso miedo? El profeta Isaías lo sabe bien. El apóstol Juan en la isla de Patmos también lo experimentó. Aquí era el turno de Mefi-boset. Cuando vio el rostro del rey, se inclinó en reverencia. Y aunque no dice que lo hizo con temor, probablemente David vio ese temor en sus ojos. “¡No tengas miedo!”, fueron las palabras del rey para Mefi-boset.
Muchos de nosotros cuando llegamos ante Dios, venimos con esa idea de que Él está enojado con nosotros. Pensamos que nos va a castigar o que nos va a rechazar. Y sí, Dios puede hacerlo, pero no lo hace. Nos recibe con brazos abiertos. Es por eso que Jesús vino a morir en nuestro lugar, porque Dios mismo buscaba reconciliarnos con Él. Dios da el primer paso. Él avanza hacia nosotros. Él nos ofrece su perdón antes de que nosotros podamos decirle que nos perdone. Él nos aceptó en Cristo desde antes de la fundación del mundo. Entonces, ¿porqué tienes miedo? “En esa clase de amor no hay temor, porque el amor perfecto expulsa todo temor” (1 Jn. 4:18, NTV). ¿Qué clase de amor le mostró David a Mefi-boset? Fue el amor divino lo que Él le mostró, la clase de amor que nosotros también hemos recibido. Y ese amor tiene el poder para expulsar todo temor en nosotros.
Aún mejor, su gracia no se detiene allí. No solo elimina el temor de nuestras vidas, sino que nos incluye en la familia de Dios. Es decir, somos adoptados. La gracia de Dios nos hace miembros de la mejor familia sobre toda la tierra. Es una familia que no está ligada necesariamente por un par de apellidos, sino que está unida entre sí por la sangre derramada en el Calvario. Es una gracia que nos devuelve todo lo que nos pertenecía. David lo hizo así con Mefi-boset: le regresa todo lo que era de Saúl y lo incluye dentro de la lista de personas privilegiadas que podían comer con él. Es decir, Mefi-boset recibe toda la herencia que ya era de él, y ahora es miembro nuevo de la familia real. Lo mismo es con nosotros. El pecado nos separó de Dios. Nos desterró de aquel hermoso paraíso llamado Edén, ese lugar de deleite y placer eterno. El pecado por un momento nos alejó de la herencia que era nuestra: Dios mismo (Sal. 16:5). Pero ahora, “hemos recibido una herencia de parte de Dios” (Ef. 1:11, NTV). No se trata de una herencia monetaria, es una heredad que va más allá del plano terrenal. Es algo que excede todo lo que nuestros ojos puedan ver. Se trata de Jesús mismo, de estar con Él, de vivir a diario con Él. Esa es lo mejor que podemos recibir en esta vida, y la gracia lo hace posible.
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¡Gracia asombrosa!
Finalmente, la asombrosa gracia de Dios siempre nos hará exclamar: “¿Quién es su siervo para que le muestre tal bondad a un perro muerto como yo?”. Su increíble amor siempre nos da ese sentido de indignidad. Ya no nos vemos como autosuficientes ni superiores. Ahora reconocemos que somos tan inmerecedores de tanta misericordia. Empezamos a ver que somos tan pequeños delante de un Dios tan grande, pero al mismo tiempo, estamos tan cautivados por esa mirada divina llena de amor inagotable. Estamos envueltos en el amor de un Dios tan alto que ha descendido hacia nosotros. Él siempre está cercano a los que tienen el corazón roto en mil pedazos, y Él ama habitar en ellos. No hay mejor hogar para la gracia de Dios que un corazón completamente quebrantado. ¿Quienes somos para que Dios ame a personas tan débiles y torpes como nosotros? ¿Quienes somos para que sus pensamientos se ocupen en nosotros? No lo sé, y no lo comprendo. Solo creo firmemente que Él me amó porque Él así lo quiso (Ef. 1:4). Tampoco lo cuestiono, solo lo disfruto. Y también sé que, a través de este quebrantamiento que su gracia produce, Él mismo me lleva a su mesa para estar con Él todos los días de mi vida.
¡Oh, maravillosa gracia!
“Tu gracia mi corazón ganó por siempre.”
—Steve Cook
Usado con permiso de https://medium.com/@rafaelzuniga/. Puedes encontrar el artículo original aquí.
Fotografía por mohammad alizade en Unsplash