La semana pasada en el grupo de jóvenes, el cual, el Señor me ha dado el privilegio de dirigir, iniciamos una mini serie llamada: ¿Esclavo o hijo? Desde el momento en que el tema empezó a dar vueltas en mi cabeza el Señor me llevó directo a Romanos 8, o más bien, me hizo que leyera de nuevo Romanos 8:15. Fue uno de esos momentos en los que uno lee un fragmento de la Escritura, y el significado superficial está muy claro, pero es allí donde el Señor, como si fuera un conductor por la noche haciéndole luces a otro conductor que no lleva las luces encendidas, llama nuestra atención.
Fue en ese momento en que entendí la bipolaridad de este problema en la vida de los que nos hacemos llamar hijos de Dios.
Romanos 8:15 dice así: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual calmamos: ¡Abba, Padre!”
Al leerlo por primera vez, está muy claro el mensaje “superficial” (si existe tal cosa) que el autor quiere comunicar, y que nosotros como lectores interpretamos. El mensaje superficialmente dice lo siguiente: Dios nos ha transformado y convertido en parte de su familia y ahora podemos hablarle como si fuera nuestro padre terrenal. Si lo leemos una vez, o tal vez dos veces, eso es lo que dice a grandes rasgos, quiero decir, a MUY grandes rasgos.
Gracias a Dios que Él no me dejo solamente con la lectura superficial, no, el inquietó mi corazón y fue allí en donde me encontré con la maravillosa, hermosa, increíble y sobrenatural verdad que esconde Romanos 8:15. Al empezar a investigar y profundizar en el tema, el Señor me fue apuntando en ciertas direcciones, tales como:
Nacimos siendo esclavos
¿Nacimos siendo esclavos? ¿De quién?… Pareciera una contradicción, porque muchos de nosotros nacimos y crecimos en un hogar donde nuestros dos padres, nos cuidaron, nos amaron y proveyeron todo lo que necesitábamos. Todo lo contrario a lo que Si relacionamos el tema de la esclavitud con el pecado, nos damos cuenta que somos incapaces de dejar de pecar por nuestras propias fuerzas.
viviría un esclavo. Es que a lo que se refiere implícitamente el Apóstol Pablo, es que nacimos siendo esclavos de nosotros mismos; no se nos olvide que Romanos 3:23 habla de que todos pecamos y por lo tanto fuimos destituidos de la gloria de Dios. Esto quiere decir que todos y cada uno de nosotros nació en pecado, y nació siendo pecador. No nacimos siendo los lindos angelitos que durante mucho tiempo las abuelitas nos hicieron creer que éramos, ¡no!, nuestra naturaleza es pecaminosa.
Si relacionamos el tema de la esclavitud con el pecado, nos damos cuenta que somos incapaces de dejar de pecar por nuestras propias fuerzas. Pensemos en la historia de José, quien es vendido como esclavo por sus hermanos; él, siendo esclavo no podía decidir qué hacer, no podía decidir que un día podría ser libre y salir caminando del lugar donde se encontraba. Nacemos siendo esclavos del pecado y para adueñarse de un esclavo se debe pagar un precio, tal como pasó con José, se necesitó un precio para comprarnos, y el precio que pagó Cristo por nosotros, fue para darnos libertad.
Una vez entendemos que el Señor pagó el precio que se debía pagar para que fuésemos libres de la esclavitud que trae el pecado, nos hacemos la gran pregunta ¿si ya no soy esclavo del pecado, qué pasa si estoy luchando con el pecado?… ¡Ajá!, eh allí la clave de la pregunta, ya fue contestada, y ya no somos esclavos, sin embargo aún luchamos con el pecado. Es en esto que Dios muestra su amor, que aun cuando nosotros no nos dábamos cuenta que tan malos éramos, vanagloriándonos en nuestro orgullo y negligencia, Él nos muestra a Cristo y envía al Espíritu Santo para que retire la venda de nuestros ojos para así poder ver el mal que habita en nosotros, el mal que nos rodea, y la gran necesidad que tenemos de que Cristo nos salve. Esto no se trata de que una vez somos cristianos o creemos en Cristo ya no vamos a pecar, no, esto se trata de que una vez nosotros creemos en Cristo, le hemos declarado la guerra abierta a el enemigo y al pecado. Hemos levantado nuestras armas, nos hemos colocado el equipo para la batalla, hemos cavado nuestras trincheras y desde ese momento nos encontramos y nos encontraremos en una batalla encarnecida sin fin en contra del pecado.
No soy mi propio salvador…
Ahora bien, muchas veces relacionamos el pecado con las cosas aparentemente malas, o malas a los ojos del hombre. Podemos ponerle la etiqueta de pecado a muchas cosas, tales como: ver pornografía, consumir alcohol, consumo de drogas, inmoralidad sexual, homosexualismo, etc. Pero, ¿qué pasa con las cosas que son aparentemente buenas?, como: ser amable, ser generoso, ser organizado, ser caritativo, etc. O también, ¿qué pasa con nuestras disciplinas como cristianos?… orar, ofrendar, servir, atender, etc… ¿qué pasa con esto? Muchos nos encontramos en esta situación, sé que yo tiendo a estar en este lado de la ecuación muchas veces.
Al inicio me referí al problema de la esclavitud como un problema “bi-polar” o de polos opuestos. Al principio tratamos de entender que ya no somos esclavos, a pesar de que muchas veces nos sintamos como tales, y que día a día estamos librando una batalla en contra del pecado. Ahora este es el polo opuesto. El polo opuesto es cuando ya entendimos que ya no somos esclavos, somos salvos, pero por alguna razón empezamos a hacer ciertas cosas y realizar distintas actividades para mantener nuestra salvación, para buscar la aprobación de otras personas, para quedar bien con nosotros mismos, y es este polo el que es el más peligroso, porque nos puede engañar haciéndonos creer que todo está bien, porque todas nuestras prácticas apuntan a un cómodo “estoy haciéndolo bien”. Verán, al enemigo mismo no le importa que vayamos a la iglesia, que tengamos amigos, que seamos amables, que seamos “buenos”, si nuestro enfoque es cualquiera distinto al de agradar a Dios, es más, el enemigo nos ayudará a la pretensión del cumplimiento de cada una de las leyes que Dios nos dio, si nuestro enfoque es el demostrarle a alguien o a nosotros mismos que somos salvos. Es que esto no se trata de que una vez soy salvo, tengo que seguir salvándome yo mismo, o haciendo cosas para convencerme de que soy salvo. No hay nada que yo pueda hacer para que Dios me ame o me salve. Él me salvó por que me amó lo suficiente, no por lo que hice o lo que deje de hacer sino por Quién es Él.
Es a esto a lo que se refiere el autor cuando escribe que no hemos recibido un espíritu de esclavitud para estar en temor. No hemos recibido un espíritu de esclavitud que nos amarra a nosotros mismos y nos hace esclavos de nosotros tratando de provocar una salvación que jamás la podríamos provocar nosotros mismos. Es tan fácil caer en este tipo de esclavitud, y es porque muchos crecimos así, creyendo que teníamos que ser buenos y ya. Es que esto no se trata de que una vez soy salvo, tengo que seguir salvándome yo mismo, o haciendo cosas para convencerme de que soy salvo.
Te tengo malas noticias, ninguno puede ser bueno, lo que necesitamos es a Cristo quien nos hace libres, nos da la mano y nos saca de esa celda en donde vivíamos como esclavos y nos lleva tal como nos encuentra, mugrosos, harapientos, como cadáveres y nos lleva con Él y nos restaura, no como un acto de nuestra voluntad, sino, como un acto de Su santa voluntad movido por el amor de Dios.
Ese es el mensaje del evangelio que se nos es anunciado a través de Cristo.
Cristo vino a anunciar la verdad, la única verdad que nos da la libertad de saber que no soy yo quien me salvo, sino que el único Dios todo poderoso me salvó por amor; no hay nada que yo pueda hacer o que pudiera haber hecho para que Dios me ame más o menos de lo que me ama. Él me amo lo suficiente como para mandar a Su Hijo a morir por mí, un regalo que no merecía, y no solo eso.
Por medio del cual podemos clamar ¡Abba padre!
Al ser salvos inmediatamente nos convertimos en parte de la familia de Dios, no solamente el Señor nos libera de la esclavitud sino también nos hace hijos, es esta la parte más asombrosa de todo Romanos 8:15. No merecía ser salvo, Él me salvó, era esclavo, Él me libró, era huérfano, Él me adoptó. Dios en su misericordia nos ama hasta el punto de hacernos parte de Él mismo.
Entonces, si ya no soy esclavo, si ahora soy hijo, y si aun peleo con el pecado, y todo esto se trata de Dios, no se trata de cuánto haga yo, sino de cuanto Él ya hizo por mí. Cuando como cristianos entendemos esto nos damos cuenta de que lo único que nos mueve y sostiene es el amor incondicional de Dios.
Ese amor es lo que me debe de mover a levantarme cuando el pecado me desanima, o me tira por el suelo, o cuando una granada del pecado estalla delante de mí y ni me di cuenta cuando entro rodando para estallarme en los pies. Ese amor, el amor que Dios mostró por nosotros en la Cruz es el único que nos puede restaurar, el único que nos puede sanar; ese amor es el que me da la confianza de levantarme y seguir peleando en contra del pecado. Ese amor es lo que me hace entender que cuando sienta que el ataque es demasiado, puedo clamar ¡Abba Padre! Y mi papá del cielo es quien me va a librar y defender. Y es a raíz de ese amor que yo obro para “bien”, y todas y cada una de las cosas que yo hago ahora son movidas, impulsadas, motivadas por el amor de Dios para glorificar a Dios. No una obligación, ni una condenación sino una comprensión de cuan inmenso y hermoso es el amor de Dios para mi vida.
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Felicito al autor de tan interesante articulo.
Gracias.
Doy gracias a Dios por este hermoso estudio