Por Pablo Gutiérrez
En América Latina está sucediendo algo que está marcando a los creyentes de cualquier edad, un mover que se ha venido dando en los últimos años, algo con tal fuerza que es capaz de sacudir el suelo y despertar al cristiano de su más pesado y profundo acomodamiento: ¡Un avivamiento!
Sí, un avivamiento, pero antes de comenzar a asociar y a pensar en un mover que se distingue por los distintos carismas a través de los cuales el Espíritu Santo se puede manifestar (o no), es pertinente señalar que este avivamiento es diferente, es un avivamiento que acaso había dejado de ser experimentado por la Iglesia por mucho tiempo: ¡Un avivamiento escritural!
Es verdaderamente motivador y emocionante a la vez, ver el uso que muchos creyentes de todas las edades actualmente están haciendo de las redes sociales para compartir mensajes puramente bíblicos, hacer virales reflexiones de maestros y expositores de sana doctrina, o simplemente hacer comentarios mediante los cuales se glorifica al único y sabio Dios.
Dando el beneficio de la duda y más aún, estimando a nuestros hermanos creyentes como superiores, hemos de asumir que en realidad están viviendo lo que en redes sociales comentan, comparten y viralizan. ¿Es en la vida real y en el contexto de nuestros países y ciudades, perceptible este avivamiento?
Nos debe llenar de gozo que muchos creyentes jóvenes hoy en día se denominen “reformados”, esto significa que sostienen las doctrinas bíblicas que fueron retomadas a partir de la Reforma protestante iniciada por Dios, a través de su Espíritu Santo y gestionada por Martín Lutero, y continuada por Calvino y otros. Pero la iglesia reformada ha dejado de lado algo de vital importancia para la vida y el quehacer de la Iglesia universal: el evangelismo.
Al parecer, mientras más conocimiento ortodoxo se adquiere en lo que a la pureza del evangelio respecta, y mientras más se afianza una buena teología, los reformados menos aprovechamos oportunidades, o peor aún, dejamos de propiciar oportunidades, para hablar de la maravillosa gracia que en teoría conocemos. “Razones” por las cuales muchos reformados hoy en día no estamos evangelizando en espacios públicos, de manera constante, hay muchas y no viene al caso hacer un listado de las mismas.
Lo que históricamente distinguía a los creyentes (compartir la Buena Noticia) sin importar las consecuencias (muchas veces la propia muerte), hoy en día ha pasado a ser algo optativo en el peor de los casos, o bien algo cómodo, en el mejor de los casos. Y no estoy en contra de utilizar redes sociales o espacios cibernéticos para la proclamación del mensaje de verdad, de hecho, estás leyendo esto debido al aprovechamiento que se hace de uno de esos espacios.
EL ESPÍRITU SANTO, SU BAUTISMO Y EL DENUEDO
De acuerdo a la infalible e inerrante Palabra de Dios, todo creyente, sin excepción e indistintamente de los regalos que el Espíritu Santo le obsequie para edificar a los santos, ha sido bautizado por el propio Espíritu de Dios con una sola finalidad: testificar. (Hechos 1:8), es decir, el bautismo en el Espíritu, es el empoderamiento que todo creyente tiene para ser testigo.
Ahora bien ¿qué significa ser testigo? Si hacemos una definición propia, ser testigo se refiere a dar testimonio de algo (hablar de aquello que nos consta por haber sido presenciado), ¿y qué creyente no ha presenciado (sido testigo de) la obra restauradora, regeneradora y reformadora de Cristo en su vida?
Es al sabernos bautizados por el Espíritu Santo y lo que este bautizo implica, que nace el ferviente y ardiente anhelo por hablar con toda persona (toda criatura) acerca de las maravillosas obras de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2:9). Este ferviente y ardiente anhelo es el denuedo; al conocer a Dios a través de su palabra y experimentar su grandiosa obra salvadora a través de la persona de Cristo y por medio de la comunión del Espíritu Santo, simplemente como creyentes no podemos callar todo lo que hemos visto y oído (Hch. 4:20; 1 Juan 1:1-3).
Un creyente que constantemente está creciendo en su conocimiento de Dios, a través del estudio consciente de su Palabra, necesariamente se maravilla una y otra vez, ante la gloriosa descripción de la majestad de un Dios que no solo es trascendente, sino que además se revela y se muestra como un Dios personal, que buscó y no descansó hasta encontrar y salvar aquello que se había perdido.
Es por eso que nosotros, al entender todo esto, no podemos guardar y callar todo lo que Dios ha hecho, no solo en nosotros, sino a lo largo de la historia de toda la humanidad, a pesar de la humanidad misma.
UNIENDO EL SABER CON EL HACER
Una vez que hemos comenzado nuestro caminar con Cristo, una vez hemos respondido a su llamado “síganme, los haré pescadores de hombres” (Mt. 4:18-20), empezamos a conocerlo a través del estudio, meditación y reflexión en su Palabra; conforme esta Palabra nos transforma mediante la renovación de nuestro entendimiento (Ro. 12:1-2), y comenzamos a ser discipulados y capacitados en medio de una comunidad de creyentes, nos comenzamos a encaminar hacia el hacer cristiano: el cumplimiento de la Gran Comisión.
Conocer sin hacer, se convierte en información acerca de Dios; hacer sin conocer, además de irresponsable, puede llegar a ser frustrante. Ambos elementos trabajan en sinergia en la vida del creyente: un creyente se capacita y crece en conocimiento, confiando que Dios permitirá que su hacer sea congruente con aquello que sabe. De esta manera la vida del creyente será integral.
Que podamos, en nuestro caminar cristiano, seguir siendo testigos del avivamiento escritural, que podamos apasionarnos por la comisión que nos ha sido encomendada y que podamos, equiparnos, capacitarnos y crecer en sabiduría y conocimiento, sin dejar de lado el hacer al que hemos sido llamados.