“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” —Juan 15:16
Jesús fue quien inició su relación con los discípulos (1 Juan 4:10). Comenzó con la selección, siguió con la servidumbre y creció hasta la amistad. Muy contrario a la costumbre de la época, en que los discípulos escogían a su maestro, Jesús escogió a sus discípulos. La iniciativa y soberanía pertenecen sólo a Él. Las palabras “no me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” muestran el carácter libre, independiente y espontáneo del amor de Cristo. El fundamento del amor por nosotros nunca está en nosotros, siempre está en Él, porque incluso aparte de su amor por nosotros Dios es amor. Fue Cristo quien eligió a sus discípulos para sí de entre el mundo, a fin de que fueran sus seguidores permanentemente.
Lo que nos viene como criaturas cuando el misterio de Dios se manifiesta de manera tan conmovedora en medio de nuestra vida con nuestra elección, es en realidad la gracia, la benevolencia y el favor de Dios. Cuando esto sucede, es como que Dios nos dijera realmente “si”. Y de este modo es un sí incondicional que precede a toda autodeterminación que haya en nosotros. El hecho de que Dios haya misteriosamente elegido, nos pone en movimiento, pero no nos precipita en la inquietud. El ámbito de la inquietud es el ámbito que cae fuera de la elección divina por gracia; es decir, el aspecto de la criatura que se resiste al amor de Dios. Inquieta esta, ya que con su oposición ha causado su propia caída, y ahora, tras haber soltado el único apoyo posible, busca otro camino inútilmente. Pero en virtud de la elección divina por gracia, queda a salvo de este ámbito de inquietud.
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen; y yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27-28). Jesús describe tres características de sus ovejas: oyen su voz, Él las conoce (Romanos 8:29), y las ovejas le siguen. Y el dice que no van a perecer jamás, pues nadie podrá quitarles la vida eterna nunca porque la mano del Padre es más poderosa que la de cualquier enemigo.
Con el sí que Dios nos dice, quedamos permanentemente bajo ese sí: sin objeciones, sin segundas intenciones ni reservas, no con una fidelidad temporal, sino eterna. Al producirse la elección de Dios, la criatura deja automáticamente atrás cosas como la cuestión de si ese “sí” tendrá o no validez, la preocupación de cómo en el mejor de los casos, podrá uno conseguir o conservar ese sí, preocupación que surge a la vista de la imposibilidad, continuamente manifiesta, de vivir por propio impulso desde ese sí. Dios nos ha dado un “sí”, no tenemos ya otra vida, sino la procedente de ese “sí”, pues indudablemente Dios ha dicho ese sí, e indudablemente Dios es Dios. Sólo nos queda vivir tranquilamente esa vida tan concreta. Sólo nos queda la admiración, el asombro ante el hecho misterioso de que podemos vivir esa vida a la que Dios le dado un sí.
“Y yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre” —Juan 14:16