Por J.C. Ryle
Estas palabras son singularmente conmovedoras e instructivas. Registran el mensaje que Marta y María enviaron a Jesús cuando su hermano Lázaro estaba enfermo: “Señor, he aquí el que amas está enfermo.” Ese mensaje era corto y simple. Sin embargo, casi cada palabra es profundamente sugestiva.
Observen la fe de estas mujeres, semejante a la fe de un niño. Ellas se volvieron al Señor Jesús en la hora de su necesidad, como el aterrado infante se vuelve a su madre, o la aguja de la brújula se voltea hacia el Polo. Ellas se volvieron a Él como su Pastor, su Amigo todopoderoso, su Hermano disponible en la adversidad. Diferentes como eran en temperamento natural, las dos hermanas estaban totalmente de acuerdo en este asunto. En lo primero que pensaron en el día de la adversidad fue en la ayuda de Cristo. Cristo era el refugio al que acudieron en la hora de necesidad.
Observen la sencilla humildad de su lenguaje acerca de Lázaro. Ellas lo llaman, “el que amas.” No dicen, “el que Te ama, el que cree en Ti, el que Te sirve,” sino “el que amas.” Marta y María habían sido enseñadas profundamente por Dios. Ellas habían aprendido que el amor de Cristo por nosotros, y no nuestro amor por Cristo, es la base verdadera de la expectativa, y el verdadero cimiento de la esperanza. Mirar en nuestro interior nuestro amor por Cristo es dolorosamente insatisfactorio: mirar hacia fuera al amor de Cristo por nosotros, es paz.
Observen por último la conmovedora circunstancia que el mensaje de Marta y María nos revela: “el que amas está enfermo.” Lázaro era un buen hombre, convertido, creyente, regenerado, santificado, un amigo de Cristo, y un heredero de la gloria. ¡Y sin embargo Lázaro estaba enfermo! Entonces la enfermedad no es una señal que Dios está disgustado. La enfermedad tiene por intención ser una bendición para nosotros y no una maldición. “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” “Sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo porvenir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.” (Romanos 8: 28; 1 Corintios 3: 22, 23.) Dichosos aquellos que pueden decir cuando están enfermos: “Esto es obra de mi Padre. Debe ser algo bueno.”
Yo pido la atención de mis lectores al tema de la enfermedad. Es un tema que con frecuencia debemos mirar de frente. No podemos evitarlo. No se necesita el ojo de un profeta para ver que la enfermedad nos visitará algún día. “En medio de la vida estamos en la muerte.” Durante algunos instantes vamos a considerar la enfermedad desde nuestra perspectiva de cristianos. Esta consideración tendrá un desarrollo paulatino, y pedimos por la bendición de Dios, para que nos enseñe sabiduría.
Al considerar el tema de la enfermedad, me parece que hay tres puntos que demandan nuestra atención. Diré unas pocas palabras acerca de cada uno de ellos.
I. LA PREPONDERANCIA UNIVERSAL DE LA ENFERMEDAD
No necesito detenerme demasiado en este punto. Elaborar la prueba de esto equivaldría únicamente a abundar en un hecho que salta a la vista. La enfermedad está en todas partes. En Europa, en Asia, en África, en América; en los países calientes y en los países fríos, en las naciones civilizadas y en las tribus salvajes; hombres, mujeres y niños se enferman y mueren.
La enfermedad está en todas las clases. La gracia no coloca al creyente fuera de su alcance. Las riquezas no pueden comprar la exención de la enfermedad. El rango no puede prevenir sus asaltos. Los reyes y sus súbditos, los señores y sus siervos, los ricos y los pobres, los educados y los incultos, los maestros y los estudiosos, los doctores y los pacientes, los ministros y quienes los escuchan, todos por igual se inclinan ante este gran enemigo. La casa de habitación de un inglés es llamada su castillo; pero no tiene ni puertas ni barras que puedan protegerlo de la enfermedad y la muerte.
La enfermedad puede ser de cualquier tipo y descripción. Desde la coronilla hasta la planta del pie estamos expuestos a la enfermedad. Nuestra capacidad de sufrir es algo espantoso de contemplar. ¿Quién puede contar las dolencias que asaltarán a nuestra estructura corporal? No es sorprendente, me parece a mí, que los hombres mueran tan pronto, pero sí es sorprendente que vivan tanto tiempo.
La enfermedad es a menudo una de las pruebas más humillantes y penosas que pueden venir a un hombre. Puede convertir al más fuerte en un pequeño niño, y hacerlo sentir que “la langosta será una carga.” (Eclesiastés 12: 5) Puede acobardar al más valiente, y hacerlo temblar con la caída de un alfiler. La conexión entre cuerpo y mente es curiosamente cercana. La influencia que algunas enfermedades pueden ejercer sobre el carácter y el ánimo, es inmensamente grande. Hay dolencias del cerebro, y del hígado, y de los nervios, que pueden reducir a alguien con una mente como la de Salomón, a un estado apenas mejor que el de un bebé. Quien quiera saber a qué profundidades de humillación puede caer un pobre hombre, sólo tiene que estar presente durante un corto tiempo junto al lecho de un enfermo.
La enfermedad no puede prevenirse mediante algo que el hombre pueda hacer. La duración promedio de vida puede sin duda alargarse un poco. La habilidad de los doctores puede descubrir continuamente nuevos remedios, y lograr curaciones sorprendentes. La aplicación de sabias regulaciones sanitarias puede reducir grandemente la tasa de mortalidad en una comunidad. Pero, después de todo, ya sea en comunidades saludables o en lugares insanos, ya sea en climas cálidos o fríos, ya sea con tratamientos homeopáticos o alopáticos, los hombres se enferman y mueren. “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos.” (Salmo 90: 10) Ese testimonio es ciertamente verdadero. Lo era cuando fue escrito hace 3,300 años, y todavía lo es al día de hoy.
Ahora, ¿cómo debemos interpretar este gran hecho: la preponderancia universal de la enfermedad? ¿Cómo podemos explicarlo? ¿Qué explicación podemos dar al respecto? ¿Qué respuesta le daremos a nuestros hijos cuando nos pregunten: “papá, por qué se enferma la gente y muere?” Estas preguntas son muy serias. No estarán fuera de lugar unas cuantas palabras acerca de ellas.
¿Podemos suponer por un instante que Dios creó la enfermedad y la dolencia al principio? ¿Podemos imaginar que Aquél que formó nuestro mundo con tan perfecto orden fue a su vez el Formador del sufrimiento innecesario y del dolor? ¿Podemos pensar que Quien hizo todas las cosas y todo “era bueno en gran manera,” hizo que la raza de Adán se enfermara innecesariamente y muriera? Para mí, la idea es repugnante. Introduce una gran imperfección en medio de las obras perfectas de Dios. Debo encontrar otra solución para poder satisfacer mi mente.
La única explicación que me satisface es la que proporciona la Biblia. Algo ha venido al mundo que ha destronado al hombre de su posición original, y lo ha despojado de sus privilegios originales. Algo se ha metido que, como un puñado de arena introducido en una maquinaria, ha dañado el orden perfecto de la creación de Dios. Y ¿qué es ese algo? Yo respondo, en una palabra, que es el pecado. “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte.” (Romanos 5: 12) El pecado es la causa original de toda dolencia y enfermedad, y del dolor y sufrimiento que predominan en la tierra. Todos ellos son parte de la maldición que cayó sobre el mundo cuando Adán y Eva comieron el fruto prohibido y cayeron. No habría habido enfermedad, si no hubiera habido caída. No habría habido enfermedad, si no hubiera habido pecado.
Hago una pausa por un instante en este punto, y sin embargo, al hacerla, no me estoy apartando de mi tema. Hago la pausa para recordar a mis lectores que no hay un terreno más insostenible que ese que es ocupado por el ateo, el deísta, o el incrédulo en la Biblia. Yo aconsejo a cada lector joven que esté desconcertado por los argumentos audaces y engañosos del infiel, que estudie bien ese tema tan importante: las dificultades de la infidelidad. Digo sin reparos que ser un infiel requiere mucha más credulidad, que ser un cristiano. Digo sin reparos que hay grandes hechos patentes y claros en la condición de la humanidad, que únicamente la Biblia puede explicar, y que uno de los hechos más sorprendentes es el predominio universal del dolor, la enfermedad, y las dolencias. En resumidas cuentas, una de las peores dificultades en el camino de los ateos y los deístas, es el cuerpo del hombre.
Sin duda ustedes han oído hablar de los ateos. Un ateo es alguien que profesa creer que no hay Dios, que no hay Creador, que no hay Primera Causa, y que todas las cosas aparecieron en este mundo por pura casualidad. Ahora, ¿vamos a prestar atención a una doctrina como ésta? Vayan, lleven a un ateo a alguna de las excelentes escuelas de cirugía de nuestro país, y pídanle que estudie la estructura maravillosa del cuerpo humano. Muéstrenle la habilidad sin par con la que ha sido formada cada articulación, y cada vena, y cada válvula, y cada músculo y tendón y nervio, y cada hueso y cada miembro. Háganle ver la perfecta adaptación de cada parte del cuerpo humano para el propósito para el que fue hecho. Muéstrenle los miles de delicados mecanismos que sirven para contrarrestar el uso y el desgaste y para suplir el diario debilitamiento del vigor. Y luego, pregúntenle a este hombre que niega la existencia de un Dios y de una grandiosa Primera Causa, si todo este maravilloso mecanismo es el resultado de la casualidad. Pregúntenle si todo esto apareció inicialmente por pura suerte y accidente. Pregúntenle si piensa lo mismo en relación al reloj que está mirando, al pan que come, o al abrigo que usa. ¡Oh, no! El plan es una dificultad insuperable en el camino del ateo. Hay un Dios.
Sin duda han oído hablar de los deístas. Un deísta es alguien que profesa creer que hay un Dios que hizo el mundo y todas las cosas contenidas en él. Pero él no cree en la Biblia. “¡Un Dios, pero no la Biblia! ¡Un Creador, pero no el cristianismo!” Este es el credo del deísta. Ahora, ¿vamos a prestar atención a esta doctrina? Vayan de nuevo, les pido, y lleven al deísta a un hospital, y muéstrenle algo de la terrible obra de la enfermedad. Llévenlo junto al lecho donde yace un tierno niño, que escasamente sabe distinguir entre el bien y el mal, sufriendo de cáncer incurable. Envíenlo a la sala donde se encuentra una amorosa madre de una vasta familia, en las últimas etapas de una atroz enfermedad. Muéstrenle algunos de los inaguantables dolores y agonías que sufre la carne, y pídanle que se los explique. Pregunten a este hombre, que cree que hay un Dios grandioso y sabio que hizo el mundo, pero que no cree en la Biblia; pregúntenle qué explicación puede dar acerca de estas muestras de desorden e imperfección en la creación de su Dios. Pidan a este hombre (que desdeña la teología cristiana y es demasiado sabio para creer en la Caída de Adán), pídanle que con su teoría explique el predominio universal del dolor y de la enfermedad en el mundo. ¡La petición de ustedes será en vano! No recibirán una respuesta satisfactoria. La enfermedad y el sufrimiento son dificultades insuperables en el camino del deísta. El hombre ha pecado, y por tanto el hombre sufre. Adán cayó de su primer estado, y por tanto los hijos de Adán se enferman y mueren.
El predominio universal de la enfermedad es una de las evidencias indirectas que la Biblia es verdadera. La Biblia lo explica. La Biblia responde a las preguntas acerca de ese predominio, que puedan surgir en cualquier mente inquisitiva. Ningún otro sistema religioso puede hacer esto. Todos fracasan aquí. Están callados. Están confundidos. Únicamente la Biblia se enfrenta al tema. Valerosamente proclama el hecho que el hombre es una criatura caída, y con igual valor proclama un vasto sistema de rehabilitación para suplir sus necesidades. Me siento conducido a la conclusión que la Biblia es de Dios. El cristianismo es una revelación del cielo. “Tu palabra es verdad.” (Juan 17: 17).
II. BENEFICIOS GENERALES QUE LA ENFERMEDAD CONFIERE
Yo uso la palabra “beneficios” deliberadamente. Siento que es de profunda importancia ver con claridad esta parte de nuestro tema. Yo sé muy bien que la enfermedad es uno de los supuestos puntos débiles del gobierno de Dios en el mundo, acerca del cual les encanta reflexionar a las mentes escépticas. “¿Puede ser Dios un Dios de amor, cuando Él permite los dolores? ¿Puede ser Dios un Dios de misericordia, cuando Él permite la enfermedad? Él podría prevenir el dolor y la enfermedad, pero no lo hace. ¿Cómo pueden existir tales cosas?” Tal es el razonamiento que a menudo aparece en el corazón del hombre.
Yo les pregunto a todos aquellos que encuentran difícil reconciliar la preponderancia de la enfermedad y del dolor con el amor de Dios, que observen hasta qué punto los hombres se someten constantemente a una pérdida presente para obtener ganancias futuras; al dolor presente por causa de un gozo futuro; al sufrimiento presente por causa de una salud futura. La semilla es lanzada al suelo y se pudre: pero nosotros sembramos con la esperanza de una cosecha futura. El padre de una familia es sometido a una terrible operación quirúrgica: pero él la soporta con la esperanza de una salud futura. ¡Yo les pido a las personas que apliquen este gran principio al gobierno de Dios en el mundo! Yo les pido que crean que Dios permite el dolor, la enfermedad, y las dolencias, no porque quiera vejar al hombre, sino porque Él desea beneficiar al corazón, y a la mente, y a la conciencia, y al alma del hombre por toda la eternidad.
Repito una vez más que yo hablo de los “beneficios” de la enfermedad con todo propósito y deliberación. Yo conozco el sufrimiento y el dolor que la enfermedad conlleva. Yo admito la miseria y desdicha que trae consigo cuando nos visita. Pero no puedo considerarla un mal puro, sin mezcla. Yo veo en ella un sabio permiso de Dios. Veo en ella una provisión útil para frenar los estragos del pecado y del diablo en las almas de los hombres. Si el hombre no hubiera pecado nunca, yo tendría muchos problemas para discernir el beneficio de la enfermedad. Pero puesto que el pecado ronda en el mundo, puedo ver que la enfermedad es buena. Es una bendición de la misma manera que es una maldición. Es un ayo rudo, lo concedo. Pero es un real amigo para el alma del hombre.
(a) La enfermedad ayuda a recordarles la muerte a los hombres. La mayoría vive como si nunca se fuera a morir. Hacen sus negocios, o buscan el placer, o se dedican a la política o a la ciencia, como si la tierra fuera su eterno hogar. Planean y diseñan sus esquemas para el futuro, como el rico insensato de la parábola, como si tuvieran un largo contrato de vida, y fueran huéspedes aquí a voluntad. Una grave enfermedad es de gran ayuda para disipar estos engaños. Hace despertar a los hombres de sus ensueños, y les recuerda que tienen que morir, así como tienen que vivir. Esto, yo lo afirmo enfáticamente, es un poderoso bien.
(b) La enfermedad ayuda para hacer que los hombres piensen seriamente en Dios, y en sus almas y en el mundo venidero. La mayoría de la gente, cuando goza de salud, no tiene tiempo para tales pensamientos. Les disgustan. Los echan fuera. Los consideran molestos y desagradables. Pero una severa enfermedad tiene a veces un maravilloso poder de convocar y reunir estos pensamientos, y de ponerlos a la vista del alma del hombre. Aun el perverso rey Ben-adad, cuando enfermó, pudo pensar en Elías. (2 Reyes 8: 7) Aun los marineros paganos, cuando la muerte estaba a la vista, tuvieron miedo y “cada uno clamaba a su dios.” (Jonás 1: 5.) Ciertamente todo lo que sirva de ayuda para hacer que los hombres piensen es bueno.
(c) La enfermedad ayuda a suavizar los corazones de los hombres, y les enseña sabiduría. El corazón natural es tan duro como una piedra. No puede ver ningún bien en nada que no sea de este mundo, y ninguna felicidad excepto en este mundo. Una larga enfermedad algunas veces es de mucha ayuda para corregir estas ideas. Expone el vacío y la falsía de lo que el mundo llama cosas “buenas,” y nos enseña a sostenerlas sin una mano firme. El hombre de negocios descubre que el dinero en sí no es todo lo que el corazón requiere. La mujer mundana encuentra que los vestidos costosos, y la literatura, y las crónicas de las fiestas y de las óperas, son miserables consoladores en la habitación de un enfermo. Ciertamente, todo lo que nos obligue a alterar nuestros pesos y medidas de las cosas terrenales es un bien real.
(d) La enfermedad nos ayuda a inclinarnos y a humillarnos. Todos nosotros somos por naturaleza orgullosos y altivos. Pocos, incluyendo los más pobres, están libres de esta infección. Habrá muy pocos que no vean con desprecio a otros, y que no se adulen a sí mismos en secreto porque no son “como los otros hombres.” Una cama de enfermo es una domadora poderosa de pensamientos como éstos. Fuerza en nosotros la clara verdad que todos nosotros somos pobres gusanos, que “habitamos en casas de barro,” y que somos “quebrantados por la polilla” (Job 4:19), y que reyes y súbditos, señores y siervos, ricos y pobres, todos son criaturas que mueren, y que pronto estarán lado a lado en el tribunal de Dios. No es fácil ser orgulloso ante el féretro y la tumba. Ciertamente, todo lo que nos enseñe esa lección es bueno.
(e) Finalmente, la enfermedad ayuda a probar la religión de los hombres, de qué tipo es. No hay muchas personas en la tierra que no tengan ninguna religión. Sin embargo, pocas personas tienen una religión que puede pasar una inspección. La mayoría está contenta con tradiciones recibidas de sus padres, y no puede proporcionar ninguna razón para la esperanza que poseen. Ahora, la enfermedad es a veces más útil para el hombre al exponer la total falta de valor del cimiento de su alma. A menudo le muestra que no tiene nada sólido bajo sus pies, y nada firme bajo su mano. Lo hace descubrir que, aunque pudo haber tenido una forma de religión, ha estado toda su vida adorando “un dios no conocido.” Muchos credos lucen bien sobre las aguas tranquilas de la salud, pero se vuelven totalmente falsos e inútiles sobre las aguas agitadas del lecho de enfermo. Las tormentas invernales sacan a luz a menudo los defectos de una casa, y la enfermedad expone a menudo la falta de gracia del alma de un hombre. Ciertamente, todo lo que nos haga descubrir el carácter real de nuestra fe, es bueno.
Yo no afirmo que la enfermedad confiera estos beneficios a todos aquellos a quienes visita. ¡Ay, no puedo decir nada parecido a eso! Miríadas de personas son tumbadas anualmente por la enfermedad, y su salud es luego restaurada, quienes evidentemente no aprenden ninguna lección en su lecho de enfermos, y regresan nuevamente al mundo. Miríadas pasan anualmente a la tumba a través de una enfermedad, y sin embargo no reciben de ella una impresión más espiritual que las bestias que perecen. Mientras viven, y cuando mueren, no tiene ningún sentimiento. Decir esto es terrible. Pero es cierto. El grado de dureza que pueden alcanzar el corazón y la conciencia del hombre, es una profundidad que no puedo pretender medir.
Pero ¿acaso la enfermedad confiere los beneficios de los que he estado hablando sólo a unos cuantos? No voy a aceptar eso. Yo creo que en abundantes casos la enfermedad produce impresiones más o menos afines a ésas como las que acabo de mencionar. Yo creo que en muchas mentes, la enfermedad es el “día de visitación” de Dios, y que los sentimientos son continuamente sacudidos sobre el lecho de la enfermedad, los que, sin son abonados, podrían, por la gracia de Dios, resultar en la salvación. Yo creo que en tierras paganas la enfermedad a menudo pavimenta el camino para el misionero, y hace que el pobre idólatra preste un oído atento a las buenas nuevas del Evangelio. Yo creo que en nuestro propio país, la enfermedad es una de las grandes ayudas para el ministro del Evangelio, y que los sermones y los consejos a menudo son efectivos en el día de la enfermedad, pero han sido desatendidos cuando se goza de salud. Yo creo que la enfermedad es uno de los instrumentos subordinados más importantes en la salvación de los hombres, y que aunque los sentimientos que provoca son muchas veces temporales, a menudo es un medio por el cual el Espíritu obra eficazmente en el corazón. Resumiendo, creo firmemente que la enfermedad corporal de los hombres ha conducido a menudo, en la maravillosa providencia de Dios, a la salvación de las almas de los hombres.
Lamentaría dejar el tema de la enfermedad sin una observación. Si la enfermedad puede hacer las cosas de las que he estado hablando (y, ¿quién puede negarlo?), si la enfermedad en un mundo perverso puede ayudar a hacer que los hombres piensen en Dios y en sus almas, entonces confiere beneficios a la humanidad.
No tenemos ningún derecho de murmurar de la enfermedad, ni quejarnos de su presencia en el mundo. Más bien debemos dar gracias a Dios por ella. Es un testigo de Dios. Es consejera del alma. Ciertamente tengo el derecho de decirles que la enfermedad es una bendición y no una maldición, una ayuda y no una lesión, una ganancia y no una pérdida, un amigo y no un enemigo para la humanidad. Mientras tengamos un mundo en el que hay pecado, es una misericordia que sea un mundo en el que hay enfermedad.
III. DEBERES ESPECIALES QUE LA ENFERMEDAD CONLLEVA
Lamentaría dejar el tema de la enfermedad sin decir algo sobre este punto. Yo sostengo que es de importancia cardinal no contentarse con generalidades al predicar el mensaje de Dios a las almas. Yo estoy ansioso por inculcar en cada persona en cuyas manos pueda caer este librito, su propia responsabilidad personal en conexión con el tema. Yo no quisiera que nadie cerrara este librito, sin haber sido capaz de responder las preguntas, “¿qué lección práctica he aprendido? En un mundo de enfermedad y muerte, ¿qué debo hacer?”
(a) Un deber supremo que la preponderancia de la enfermedad acarrea al hombre, es el de vivir habitualmente preparado para encontrarse con Dios. La enfermedad es un recordatorio de la muerte. La muerte es la puerta que todos debemos atravesar para llegar al juicio. El juicio es el tiempo cuando debemos finalmente ver a Dios cara a cara. Ciertamente la primera lección que el habitante de un mundo enfermo y agonizante debe aprender, es que debe estar preparado para su encuentro con Dios.
¿Cuándo estás preparado para encontrarte con Dios? ¡Nunca, mientras tus iniquidades no hayan sido perdonadas y tu pecado haya sido cubierto! ¡Nunca, mientras tu corazón no haya sido renovado, y tu voluntad no haya sido enseñada a deleitarse en la voluntad de Dios! Tú tienes muchos pecados. Si tú vas a la iglesia, tu propia boca es enseñada a confesar esto cada domingo. Únicamente la sangre de Jesucristo puede lavar esos pecados. La justicia de Cristo únicamente puede hacerte aceptable a los ojos de Dios. Únicamente la fe, la simple fe como la de un niño, puede hacer que tengas interés en Cristo y Sus beneficios. ¿Quisieras saber si estás preparado para tu encuentro con Dios? Entonces, ¿dónde está tu fe? Tu corazón es naturalmente impropio para la compañía de Dios. Tú no sientes un placer real de hacer Su voluntad. El Espíritu Santo debe transformarte a imagen de Cristo. Las viejas cosas deben pasar. Todas las cosas deben volverse nuevas. ¿Te gustaría saber si estás preparado para encontrarte con Dios? Entonces, ¿dónde está tu gracia? ¿Dónde están las evidencias de tu conversión y santificación?
Yo creo que esto, y nada que no sea esto, es estar preparado para el encuentro con Dios. El perdón del pecado y la preparación para la presencia de Dios: justificación por fe y santificación del corazón, la sangre de Cristo rociada sobre nosotros, y el Espíritu de Cristo habitando en nosotros, esta es la grandiosa esencia de la religión cristiana. Estas no son meras palabras y nombres que proveen argumentos para la discusión a los teólogos pendencieros. Estas son realidades sobrias, sólidas, sustanciales. Vivir en la posesión real de estas cosas, en un mundo lleno de enfermedad y muerte, es el primer deber que yo quisiera grabar en sus almas.
(b) Otro deber supremo que la preponderancia de la enfermedad conlleva para ustedes, es el de vivir habitualmente listos para soportarla pacientemente. Sin duda la enfermedad es una prueba para la carne y la sangre. Sentir nuestros nervios trastornados y nuestra fuerza natural abatida, tener la obligación de estar sentados quietos y estar separados de todas nuestras actividades usuales, ver nuestros planes desbaratados y nuestros propósitos frustrados, soportar largas horas y días y noches de debilidad y dolor; todo esto es una severa presión sobre la pobre naturaleza humana pecadora. ¡No debería sorprendernos si la impaciencia y la irritabilidad nos llegan por medio de la enfermedad! Ciertamente en un mundo moribundo como éste, deberíamos estudiar la paciencia.
¿Cómo aprenderemos a soportar con paciencia la enfermedad, cuando llegue nuestro turno? Debemos acumular abundante gracia cuando gozamos de salud. Debemos buscar la influencia santificante del Espíritu Santo sobre nuestros temples y disposiciones ingobernables. Debemos entregarnos en verdad a nuestras oraciones, y pedir con regularidad fortaleza para aceptar la voluntad de Dios y hacerla. Debemos recibir esa fortaleza cuando la pedimos: “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré.”
Yo no creo que sea innecesario que nos quedemos en este punto. Yo creo que las gracias pasivas del cristianismo reciben menos atención de lo que merecen. Mansedumbre, benignidad, paciencia, fe, todas son mencionadas en la Palabra de Dios como frutos del Espíritu. Son gracias pasivas que dan especialmente gloria a Dios. Hacen pensar a menudo a los hombres que desprecian el lado activo del carácter cristiano. Estas gracias no brillan nunca con tanto brillo como lo hacen en la habitación de un enfermo. Permiten a muchos enfermos predicar un sermón silente que quienes lo rodean nunca olvidan. ¿Quisieras adornar la doctrina que profesas? ¿Quisieras que tu cristianismo fuera hermoso a los ojos de otros? Entonces toma la sugerencia que te doy hoy. Acumula mucha paciencia para el tiempo de la enfermedad. Entonces, aunque tu enfermedad no sea mortal, será para “la gloria de Dios.” (Juan 11: 4.)
(c) Otro deber supremo que la preponderancia de la enfermedad conlleva para ustedes, es el de ladisponibilidad habitual para compartir el sentimiento y ayudar a sus compañeros. La enfermedad no está nunca muy lejos de nosotros. Son pocas las familias que no tienen algún pariente enfermo. Pocas son las parroquias donde no encontrarán a algún enfermo. Pero donde haya enfermedad, hay un llamado al deber. Una pequeña ayuda oportuna en algunos casos, una amable visita en otros, una pregunta amigable, una simple expresión de simpatía, pueden hacer mucho bien. Estos son los tipos de cosas que suavizan las asperezas, y unen a los hombres, y promueven sentimientos buenos. Estas son formas mediante las cuales puedes al fin conducir a los hombres a Cristo y salvar sus almas. Estas son buenas obras para las cuales cada cristiano que profesa debe estar preparado. En un mundo lleno de enfermedad y dolencias debemos “sobrellevar los unos las cargas de los otros,” y “ser benignos unos con otros.” (Gálatas 6: 2; Efesios 4: 32.)
Estas cosas, me atrevo a decir, pueden parecer cosas sin importancia para algunos. ¡Deben estar haciendo algo importante, y grandioso y sorprendente y heroico! Permítanme decir que la atención consciente a estos pequeños actos de amabilidad fraternal es una de las evidencias más claras de tener “la mente de Cristo.” Son actos en los que nuestro Bendito Señor mismo fue abundante. Él siempre “anduvo haciendo bienes” a los enfermos y oprimidos. (Hechos 10: 38.) Son actos a los que Él asigna gran importancia en ese muy solemne pasaje de la Escritura, la descripción del juicio final. Él dice allí: “estuve enfermo, y me visitasteis.” (Mateo 25: 36).
¿Tienes algún deseo de demostrar la realidad de tu caridad: esa gracia bendita de la que tanto se habla, pero que muy pocos practican? Si lo tienes, ten cuidado del egoísmo insensible y del descuido de tus hermanos enfermos. Búscalos. Ayúdalos si necesitan apoyo. Muéstrales simpatía. Trata de aligerar sus cargas. Sobre todo, esfuérzate por hacer bien a sus almas. Te hará bien aunque no les haga bien a ellos. Prevendrá tu corazón de la murmuración. Puede ser una bendición para tu propia alma. Yo creo con firmeza que Dios nos está probando y examinando por medio de cada caso de enfermedad a nuestro alcance. Al permitir el sufrimiento, Él comprueba si los cristianos tienen algún sentimiento. Tengan cuidado, no sea que al ser pesados en la balanza, sean hallados faltos. Si ustedes pueden vivir en un mundo enfermo y moribundo sin sentir nada por otros, tienen mucho que aprender todavía.
Dejo esta sección de mi tema aquí. Yo entrego los puntos que he mencionado como sugerencias, y ruego a Dios que puedan obrar en muchas mentes. Repito, esa preparación habitual para encontrarse con Dios, preparación habitual para sufrir pacientemente y esa disposición habitual para simpatizar de todo corazón, son claros deberes que la enfermedad impone en todos. Hay deberes al alcance de cada persona. Al mencionarlos, no pido nada extravagante o irrazonable. No le pido a nadie que se retire a un monasterio o que ignore los deberes de su posición. Sólo quiero que los hombres se den cuenta que viven en un mundo enfermo y moribundo, y que vivan de acuerdo a eso. Y digo sin temor que el hombre que vive la vida de fe y santidad y paciencia y amor, no solamente es el más verdadero cristiano, sino el hombre más sabio y razonable.
Y ahora concluyo con cuatro palabras de aplicación práctica. Quiero que el tema de este librito tenga algún uso espiritual. El deseo de mi corazón y mi oración a Dios al escribirlo, es hacer bien a las almas.
(1) En primer lugar, hago una pregunta, a la cual, como embajador de Dios, les pido su seria atención. Es una pregunta que surge naturalmente del tema sobre el cual he estado escribiendo. Es una pregunta que concierne a todos, de cada rango, y clase, y condición. Yo les pregunto, ¿qué harán cuando estén enfermos?
Llegará el tiempo cuando ustedes, lo mismo que otros, deban descender al oscuro valle de sombra de muerte. Llegará la hora cuando ustedes, lo mismo que los que los antecedieron, deban enfermarse y morir. Puede ser que ese momento esté cerca o lejos. Sólo Dios lo sabe. Pero cuando sea el momento, yo pregunto de nuevo, ¿qué van a hacer ustedes? ¿Adónde buscarán consuelo? ¿Sobre qué pretenden ustedes que descanse su alma? ¿Sobre qué pretenden construir su esperanza? ¿Dónde encontrarán su consuelo?
Yo les suplico que no hagan a un lado estas preguntas. Permítanles que obren en su conciencia, y no descansen hasta que puedan darles una respuesta satisfactoria. No jueguen con ese precioso don, un alma inmortal. No difieran la consideración del asunto para un momento más conveniente. No den por sentado un arrepentimiento en su lecho de muerte. El asunto más grandioso no debe ser pospuesto hasta el final. Un ladrón moribundo fue salvado para que los hombres no puedan desesperar, pero solamente uno para que los demás no presuman de ello. Repito la pregunta. Estoy seguro que merece una respuesta. “¿Qué harás cuando estés enfermo?”
Si ustedes fueran a vivir por siempre en este mundo no les hablaría como lo hago. Pero eso no puede ser. No hay forma de escapar de la suerte común de toda la humanidad. Nadie puede morir en nuestro lugar. El día vendrá cuando debamos ir a nuestro hogar permanente. Yo quiero que ustedes estén preparados para ese día. El cuerpo que ahora es el centro de su atención, (el cuerpo que ahora visten, y alimentan, y calientan con tanto cuidado), ese cuerpo debe regresar nuevamente al polvo. ¡Oh, piensen cuán terrible cosa sería al final haber provisto para todo, excepto para la única cosa necesaria: haber provisto para el cuerpo, pero haber descuidado el alma; morir, de hecho, y no poder dar una señal de ser salvo! Una vez más presento mi pregunta a tu conciencia: “¿Qué harás cuando estés enfermo?”
(2) En siguiente lugar, ofrezco un consejo a todos aquellos que sientan que lo necesitan y quieran recibirlo, a todos aquellos que todavía no estén preparados para su encuentro con Dios. Ese consejo es breve y simple. Conoce al Señor Jesucristo sin demora. Arrepiéntete, conviértete, vuela a Cristo, y sé salvo.
O posees un alma o no la posees. Ciertamente nunca negarás que la tienes. Entonces, si tienes un alma, busca la salvación de esa alma. De todos los riesgos del mundo, no hay otro más terrible que el del hombre que vive sin estar preparado para su encuentro con Dios, y sin embargo, pospone el arrepentimiento. O tienes pecados o no los tienes. Si los tienes, y ¿quién se atreverá a negarlo?, apártate de esos pecados, termina con tus transgresiones y vuélvete de ellos sin demora. O necesitas un Salvador o no lo necesitas. Si lo necesitas, huye a tu único Salvador hoy mismo, y clámale con fuerza para que salve tu alma. Pídele a Cristo de inmediato. Búscalo mediante la fe. Entrega tu alma para que Él la guarde. Clama poderosamente implorando perdón y paz con Dios. Pídele que derrame el Espíritu Santo sobre ti, y que te haga un cristiano completo. Él te oirá. No importa lo que hayas sido, Él no rechazará tu oración. Él ha dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” (Juan 6: 37)
Cuídense de un cristianismo vago e indefinido. No se contenten con una esperanza general de que todo está bien porque ustedes pertenecen a la iglesia y que todo estará bien al fin porque Dios es misericordioso. No descansen sin una unión personal con el propio Cristo; no descansen hasta que tengan el testimonio del Espíritu en su corazón, de que han sido lavados, y santificados, y justificados, y que son uno con Cristo, y que Cristo está en ustedes. No descansen hasta que puedan decir con el apóstol: “Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.”
La religión vaga e indefinida e indistinta puede funcionar muy bien en tiempos en los que se goza de salud. Pero no funcionará en el día de la enfermedad. Una membresía de iglesia meramente formal, y superficial, puede llevar al hombre a través del sol brillante de la juventud y de la prosperidad. Pero dejará de funcionar enteramente cuando la muerte esté a la vista. Nada servirá entonces excepto una unión real de corazón con Cristo. Cristo intercediendo por nosotros a la diestra del Padre; Cristo conocido y creído como nuestro Sacerdote, nuestro Médico, nuestro Amigo; Cristo únicamente puede quitarle a la muerte su aguijón y capacitarnos para enfrentar la enfermedad sin ningún temor. Únicamente Él puede liberar a quienes por medio del temor están en servidumbre. Yo les digo a todos aquellos que necesitan un consejo: Conoce a Cristo. Si quieres tener alguna vez esperanza y consuelo en el lecho de enfermo, conoce a Cristo. Busca a Cristo. Pídele a Cristo.
Llévale cada preocupación y cada problema cuando lo hayas conocido. Él te guardará y te conducirá a través de todo ello. Derrama tu corazón ante Él, cuando tu conciencia esté cargada. Él es tu verdadero Confesor. Únicamente Él puede absolverte y quitar tus cargas. Vuélvete primero a Él en el día de la enfermedad, como Marta y María. Permanece mirándolo a Él hasta el último aliento de tu vida. Vale la pena conocer a Cristo. Entre más lo conozcas lo amarás más. Entonces conoce a Jesucristo.
(3) En tercer lugar, yo exhorto a todos los verdaderos cristianos para que recuerden cuánto pueden glorificar a Dios en tiempos de enfermedad, y quedarse quietos en la mano de Dios cuando están enfermos.
Siento que es muy importante tocar este punto. Sé cuán presto a desmayar es el corazón de un creyente, y cuán ocupado está Satanás sugiriendo dudas y cuestionamientos, cuando el cuerpo de un cristiano está débil. Yo he visto algo de la depresión y de la melancolía que a veces vienen sobre los hijos de Dios cuando son súbitamente puestos fuera de combate por la enfermedad, y obligados a estarse quietos. He observado cuán inclinadas son algunas buenas personas a atormentarse con pensamientos mórbidos en tales situaciones, y a decir en sus corazones: “Dios me ha abandonado: yo he sido echado fuera de Su vista.”
Yo les suplico de todo corazón a todos los creyentes enfermos que recuerden que pueden honrar a Dios tanto por el sufrimiento paciente como por su trabajo activo. A veces manifiesta mayor gracia quedarse quietos que ir de arriba abajo, y hacer grandes hazañas. Yo les suplico que recuerden que Cristo se preocupa por ellos lo mismo cuando están enfermos como lo hace cuando están bien, y que el propio castigo que sienten tan agudamente es enviado en amor, y no en ira. Sobre todo, les suplico que recuerden la simpatía de Jesús por todos Sus miembros débiles. Ellos son siempre cuidados con mucha ternura por Él, pero nunca como cuando se encuentran en su tiempo de necesidad. Cristo ha tenido gran experiencia en la enfermedad. Él conoce el corazón de un hombre enfermo. Él acostumbraba ver “toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” cuando estaba en la tierra. Él sintió algo especial por los enfermos en los días de Su encarnación. Él siente todavía especialmente por ellos. El sufrimiento y la enfermedad, pienso a menudo, hacen a los creyentes más semejantes a su Señor en experiencia, que la salud. “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores.” (Isaías 53: 4; Mateo 8: 17). El Señor Jesús fue un “varón de dolores, experimentado en quebranto.” Nadie tiene tal oportunidad de aprender de la mente de un Salvador sufriente como los discípulos que sufren.
(4) Concluyo con una palabra de exhortación para todos los creyentes, que pido a Dios de todo corazón se grabe en sus almas. Los exhorto a mantener un hábito de cercana comunión con Cristo, y nunca tengan miedo de “ir demasiado lejos” en su religión. Recuerden esto, si desean tener “gran paz” en sus tiempos de enfermedad.
Observo y lo lamento, una tendencia en algunos sectores, de rebajar el estándar de cristianismo práctico, y de denunciar los que son llamados “puntos de vista extremos” acerca del caminar diario de un cristiano en la vida. Inclusive la gente religiosa mira algunas veces con frialdad a quienes se apartan de la sociedad mundana, y los censuran como “exclusivos, de mente estrecha, no liberales, poco caritativos, de espíritu amargado,” y demás cosas similares. Yo advierto a cada creyente en Cristo que tenga cuidado de no dejarse influenciar por tales censuras. Le suplico, si necesita luz en el valle de muerte, que “se guarde sin mancha del mundo,” que “decida ir en pos del Señor,” y que camine muy cerca de Dios. (Santiago 1: 27; Números 14: 24).
Yo creo que la falta de “integridad” acerca del cristianismo de muchas personas es un secreto de su poco contentamiento, tanto en salud como en enfermedad. Yo creo que la religión del tipo “mitad y mitad,” y “buenas relaciones con todo el mundo,” que satisface a muchos en el día presente, es ofensiva a Dios y siembre espinos en las almohadas de los moribundos, que cientos no descubren hasta que es demasiado tarde. Yo creo que la debilidad y languidez de una religión así, nunca es tan visible como en un lecho de enfermo.
Si tú y yo necesitamos un “fuerte consuelo” en nuestro tiempo de necesidad, no debemos contentarnos con una unión desnuda con Cristo. Debemos buscar algo de la comunión con Él que sea experimental, de corazón. Nunca, nunca debemos olvidar, que “unión” es una cosa, y “comunión” es otra. Miles, me temo, que saben lo que es la “unión” con Cristo, desconocen totalmente lo que es la “comunión.”
Puede llegar el día cuando después de una larga lucha con la enfermedad, sintamos que la medicina no puede hacer nada más, que no queda nada sino morir. Los amigos estarán alrededor, incapaces de ayudarnos. El oído, la vista, inclusive el poder de orar, fallarán con rapidez. El mundo y sus sombras estarán derritiéndose bajo nuestros pies. La eternidad, con sus realidades, se elevará muy alta ante nuestras mentes. ¿Qué será lo que nos apoyará en esa hora de prueba? ¿Qué nos permitirá sentir, “no temeré mal alguno”? (Salmo 23: 4). Nada, nada puede hacerlo, sino la cercana comunión con Cristo. Cristo habitando en nuestros corazones por fe, Cristo poniendo Su diestra bajo nuestras cabezas, el sentimiento de que Cristo está sentado junto a nosotros, Cristo únicamente puede darnos la completa victoria en la última lucha.
Aferrémonos fuertemente a Cristo, amémosle de todo corazón, vivamos más enteramente para Él, copiémosle con mayor exactitud, confesémosle con denuedo, sigámosle más plenamente. Una religión como esta siempre traerá su propia recompensa. Los hermanos débiles la considerarán extremosa. Pero será muy útil. En la enfermedad nos traerá paz. En el mundo venidero nos dará una corona de gloria que no perderá su brillo.
El tiempo es corto. La moda de este mundo pasa y se disipa. Unas cuantas enfermedades más y todo habrá acabado. Unos cuantos funerales más y tendrá lugar nuestro propio funeral. Unas cuantas tormentas más, unas sacudidas más, y estaremos en puerto seguro. Viajamos a un mundo donde no hay más enfermedad, donde la separación, el dolor, el llanto, y el luto habrán desaparecido para siempre. El cielo se está llenando más cada año, y la tierra se está vaciando. Los amigos que nos han antecedido son cada vez más numerosos que los amigos que quedan atrás. “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará.” (Hebreos 10: 37). En Su presencia habrá plenitud de gozo. Cristo enjugará toda lágrima de los ojos de Su pueblo. El último enemigo que será destruido es la muerte. Pero será destruido. La muerte misma un día morirá. (Apocalipsis 20: 14).
Mientras tanto vivamos la vida de fe en el Hijo de Dios. Apoyemos todo nuestro peso en Cristo, y regocijémonos con el pensamiento que Él vive para siempre.
¡Sí: bendito sea Dios! Cristo vive, aunque nosotros muramos. Cristo vive, aunque amigos y familiares sean llevados a la tumba. El que abolió la muerte, vive, y trajo vida e inmortalidad a la luz por el Evangelio. Vive el que dijo: “Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol.” (Oseas 13: 14). Vive el que cambiará un día nuestro vil cuerpo, y lo hará semejante a Su cuerpo glorioso. En enfermedad y en salud, en vida y en muerte, apoyémonos confiadamente en Él. Ciertamente debemos repetir cada día con alguien de antaño, “¡Bendito sea Dios por Jesucristo!”
Fuente: http://evangelio.wordpress.com/2009/04/27/la-enfermedad/