Por Carol Dughman
A finales del año 2008, nuestra hija pequeña de menos de dos años de edad, se enfermó gravemente. El diagnóstico tardó meses en llegar y la enfermedad fue evolucionando de manera agresiva. En ese momento, empezó una verdadera pesadilla para nuestra familia, los momentos más difíciles que como padres hemos podido experimentar. Me gustaría decirte que en un par de meses nuestra hija se sanó y nuestra vida volvió a la normalidad, pero no fue así. Experimentamos dolor. Mucho dolor. Pero hoy no quiero centrarme en ese dolor, que ciertamente fue el más largo y profundo de mi vida, porque hay algo hermoso que sucedió en medio de ese dolor.
La verdad, estábamos viviendo un desierto, todo era árido, seco, sin vida. Pero Jesús nos dijo, que él estaría con nosotros hasta el fin del mundo. Y así fue.
Como una flor que nace en el desierto, de manera inesperada, sorprendente y hermosa, Dios usaría a personas para mostrarnos su amor. Y nos dio esperanza a través del amor. Nos mostró cuán amados somos y nos enseñó que difícilmente podríamos entender el evangelio sin el otro. Es a través de nuestra comunidad cristiana que Dios mismo se muestra, que su amor fluye. Es a través de las relaciones profundas de amor, que Jesús es reflejado y cuando nos unimos hacemos una hermosa y poderosa declaración del evangelio al mundo.
En Juan 13:35 Jesús nos dice: De este modo sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros.
Es fácil acompañar en un hospital cuando nace un bebé, porque en la mayoría de los casos es pura felicidad. Un poco más difícil es acompañar a alguien que se accidentó o que tuvo una cirugía complicada. Pero lo hacemos. Visitamos, oramos y acompañamos y ojalá en una semana o dos este incidente haya quedado en el olvido.
Pero cuando hay enfermedades crónicas, largas y dolorosas, la gente se cansa, es normal. Pero nuestra gente no se cansó. Ellos se llenaron de un amor que solo pudo venir del mismo creador del Amor. Este difícil proceso duró un poco más de cuatro años y me cuesta tratar de describir lo que fue. El hospital se convirtió en nuestra segunda casa. Cientos de procedimientos, transfusiones de sangre, cirugías, dolor, mucho dolor.
Cuatro años donde ni por un momento nos sentimos solos. Siempre algún amigo acompañando. Siempre, una habitación llena de regalitos. Un whatsapp preguntando ¿necesitas algo hoy? Siempre un correo electrónico con palabras de esperanza. Siempre, personas orando, ahí presentes, en sus iglesias o en sus casas. Un café caliente en la mañana, una cena que te sorprendía en la noche. Amigos llevando a sus niños pequeños para que pudieran jugar con nuestra pequeña. Amigos preocupados de nuestra hija más grande, invitándola, dándole tiempo, amándola. Siempre un buen consejo, un buen libro de regalo. Pusieron a nuestro servicio su corazón, su tiempo e incluso sus finanzas. ¡Nunca nos faltó nada!… esa es la iglesia… eso es ser miembros de una familia… lo damos todo porque todo ya nos ha sido dado. Amamos de manera desinteresada porque ese amor fluye directamente del corazón de Cristo que dio su vida por nosotros. Y no nos cansamos de amar. Porque Jesús prometió estar con nosotros siempre y él no se cansa de amarnos. Muchas personas nos preguntaban por qué teníamos tantos amigos.
Enfermeras, auxiliares, médicos, incluso mi familia. Ellos habían sido impactados al ver cuán amados éramos. Y de esta manera supieron que éramos discípulos de Jesús. Y eso impactó sus vidas. Por misericordia de Dios, puedo decirles que después de esos cuatro años nuestra hija salió adelante y hoy se encuentra bien a nuestro lado. Si yo pudiera volver al pasado y elegir si vivir esta situación créanme que sin pensarlo diría que no. Nunca escogemos sufrir, pero a veces es lo que nos toca vivir. Y en ese sufrimiento Dios me regaló algo hermoso, una flor en mi desierto. Una comunidad, una iglesia que nos amó sin reservas.
Y hoy entiendo que ese café de la mañana me lo tomé con Jesús mismo y fue él mismo quien se sentó con mi hija a jugar tantas veces. Jesús nos acompañó en los pasillos de ese hospital por cuatro años, nos consoló y nos abrazó tan fuerte, que aún lo podemos sentir.