Por Juan Paulo Martínez
Nací durante el invierno de 1980. Lutero se murió en 1546, Juan Calvino en 1564, Juan Bunyan en 1688, Charles Spurgeon en 1892 y Louis Berkhof en 1957. Estos y otros grandes maestros de la Palabra fueron llamados a la presencia de Dios décadas o siglos antes de que Dios me obsequiara el don de la vida.
La noticia de los últimos momentos de vida del doctor R.C. Sproul que leí a través de un tuit de uno de sus alumnos y amigos -el doctor Steve Lawson- me enfrentó a una experiencia que desconocía. Jamás tuve el honor de conocer personalmente a Sproul. Todo lo que he aprendido de su ministerio ha sido a través de Internet. Y sin embargo, al instante de saber sobre “su última prueba de santificación” (como Louis Berkhof llamaba a la muerte) sentí como si no solo lo hubiera conocido en persona sino que lamenté la noticia como si hubiera sido mi entrañable mentor.
Uno de los destellos de mis lágrimas espontáneas provino, tal vez, del hecho de que conocí por primera vez a Sproul en una época en la que estaba apartándome de la iglesia romana. Dejando el aspirantado franciscano me hice de varios libros cristianos entre los cuales compré “Las grandes doctrinas de la Biblia” junto con la Confesión de fe de Westminster. Pero el encuentro realmente significativo con su trabajo ocurrió cuando años más tarde me encontraba sumido en un grave conflicto espiritual. Acababa de caer delicado de salud por agotamiento extremo, entre otras cosas, porque me sumergí alrededor de un año en la tradición wesleyano-arminiana de los nazarenos. Siendo estudiante del seminario en esta comunidad de fe terminé por perder el control de mis nervios ante la supuesta posibilidad de vivir la vida perfecta (entera santificación) y mi constante sentido de indignidad ante Dios por mi condición de pecador. Recién tuve que retirarme del seminario y dejar de asistir temporalmente a la iglesia local por motivos de salud es que providencialmente conocí realmente a Ligonier Ministries.
Las lecciones que aprendí de Sproul al inició tuvieron en mí un efecto parecido al que tiene la información que recibe un niño de cinco años de parte de sus padres. Su exposición de la santidad de Dios, pero sobre todo de su soberanía, así como su tratamiento de la historia de la Iglesia –particularmente su maestría sobre la vida de Lutero-, y desde luego, su percepción fundamental de la inerrancia, infalibilidad y suficiencia bíblicas las recibí como “beso de tren”. Un impacto hondo logró que mis convicciones más arraigadas sobre quién era yo y quién era Dios cambiaran de forma inusual. Lo único que hacía allí postrado era pasar las horas estudiando sus charlas, haciendo anotaciones en mi Biblia, subrayándola y escribiendo sobre lo que estaba descubriendo.
Otra cosa que intensificó mi sollozo al conocer de la agonía de este mi gran maestro fue la sensación de perder a un hombre de Dios completamente comprometido con la revelación bíblica. Justo en la mitad de la apostasía y herejía tan aceleradamente comunicada por medio de las redes sociales, en un momento donde los brotes de ministerios hechizos y mentirosos concurren a diario ganando adeptos, y donde estamos viendo una desbandada de teólogos y maestros que otrora fueran adalides de la fe auténticamente bíblica, llegó esta noticia. Pero al mismo tiempo reconocía en mi corazón una Sproul estaba por entrar a la presencia de Aquél a quien sirvió con todo su corazón por muchísimos años. Aquél de quién decía depender hasta el lugar más recóndito de las células de su cuerpo.
creciente convicción de ser fiel al ejemplo de santos como Sproul que jamás se doblegaron ante el error y la opresión de Satanás. Él contaba que cierta ocasión en el seminario, cuando era estudiante, dijo algo que desafió el entendimiento liberal de uno de sus profesores. Este maestro amplitudista lo arrinconó y le increpó su “oscurantismo”. Sproul, desconcertado, fue con su mentor el doctor John Gerstner quien al enterarse de lo ocurrido solo lo felicitó. Perplejo, el estudiante Robert Charles Sproul entendió luego que Gerstner le estaba indicando que ese sería uno de los costos a pagar por hablar la verdad revelada.
Pero en su tuit me pasó por alto algo importante que dijo el doctor Steve Lawson: que Sproul estaba por encontrarse con el Señor. Así fue que supe que mi llanto había ocurrido en parte pensando en mí mismo y en todos los que nos quedamos en esta tierra para luchar un día más por la verdad y por amor de Dios, ahora sin Sproul. La grandiosa realidad era más enorme que mis sentimientos. Sproul estaba por entrar a la presencia de Aquél a quien sirvió con todo su corazón por muchísimos años. Aquél de quién decía depender hasta el lugar más recóndito de las células de su cuerpo. En entrevista alguien le preguntó en una ocasión: “Aparte de Dios, doctor Sproul, ¿a quién le gustaría conocer en el cielo?”. Él respondió: “A nadie más que a Dios”. Llegó el momento.
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Jesús dijo: “Pero otros son como lo sembrado en buen terreno: oyen la palabra, la aceptan y producen una cosecha que rinde el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno” (Mc. 4.20). Estoy convencido de que la cosecha que rindió el ministerio de R.C. Sproul es de esta última categoría. Una cosecha tan pletórica de Cristo que seguirá dando frutos hasta que el Señor Jesús regrese en la gloria de sus santos ángeles.
En honor a R. C. Sproul.