“Yo os he amado —dice el Señor—. Pero vosotros decís: ¿En qué nos has amado?” –Malaquías 1:2.
El libro de Malaquías se ocupa de una serie de discusiones entre Dios y su pueblo. Este verso mencionado es parte de la primera sección de las seis disputas del libro.
Dios es como un padre amoroso que habla con amor fraternal. Sin embargo, su pueblo escogido era como un hijo rebelde que desafiaba sus palabras de amor. La rebelión obstinada del pueblo está simbolizada en el desafío arrogante de “pero vosotros decís ¿en que nos has amado?”. Al poner en duda las palabras de Dios, Israel mostraba la falta de confianza en la fidelidad de Dios a sus promesas.
Cuando leo palabras de parte de Dios como “yo te he amado”, es imposible evitar que tales palabras retumben en mi cabeza. “Yo te he amado” dice el Señor. Sí, Dios nos ha amado. El nos ama.
Como creyentes podemos ver este gran amor en que:
- Dios ha elegido a Cristo desde la eternidad, para que en y por medio de Él seamos partícipes de su familia.
- Tenemos perdón de pecados, justificación por la fe, adopción, y santificación.
- Preservación hoy, y hasta los tiempos futuros.
Esta es una lista simple y breve de cómo Dios ha mostrado de su amor para con nosotros. No obstante, muchas veces y de manera triste, hemos dudado y cuestionado este amor de Dios. No veamos al pueblo descrito en Malaquías como “el peor”, cuando nosotros mismos hemos caído en ese “¿es qué nos has amado?”.
En medio de las aflicciones, cuando no hay alivio, cuando sólo el dolor parece ser el sinónimo de nuestra existencia angustiada, cuando el impío prospera en su orgullo; el creyente duda del amor de Dios. Más aún en medio de las fuertes tentaciones en las cuales muchas veces caemos, la misma duda se eleva a nuestros corazones: ¿de verdad me amas Señor?
Una vez más, Dios nos ha amado. Un rey eterno, majestuoso, trascendente, único, perfecto y ¡Santo Santo Santo!; se despojó y en su libre gracia decidió descender, y vestido de mendigo se nos ha acercado, ha tocado a nuestra puerta y se ha entregado en manos de pecadores para que pudiésemos salir de nuestra rebeldía y esclavitud, y ser partícipes de su reino (Filipenses 2:6-11).
Pues, como la Escritura nos testifica, es en Jesucristo en quien hemos de encontrarnos con Dios, y no de una manera abstracta: no con un Dios que se aleja cada vez más, un Dios alienado del hombre. En Jesucristo, así como no hay un cierre que impida a Dios bajar, tampoco hay un cierre que impida al hombre subir. Así, en esta unidad, Jesucristo es el mediador, el reconciliador entre Dios y el hombre.
¿Hemos de dudar del amor de Dios? De ninguna manera.
¡Veamos a Jesucristo!