Por Walter Jolón / Thomas Watson
Hola queridos lectores, en este artículo le doy continuidad a la segunda parte del extracto del libro Consolación Divina del puritano Thomas Watson que les mencioné en el artículo anterior el cual pueden consultar aquí. Watson nos enseña cómo el resultado de la maldad del pecado puede obrar en beneficio de los que temen a Dios.
Prosiguiendo con el extracto, Watson escribe: “Nuestros propios pecados obrarán para bien. Esto debe entenderse con cuidado, cuando digo que los pecados de los piadosos obran para bien, no digo que haya el más mínimo bien en el pecado. El pecado es como veneno, que corrompe la sangre, infecta el corazón y que, sin un antídoto eficaz, acarrea la muerte. Tal es la venenosa naturaleza del pecado, es mortal y condenatoria. El pecado es peor que el Infierno, pero sin embargo, Dios, mediante su gran poder para invalidar, hace que el pecado resulte para el bien de su pueblo. De ahí esa afortunada frase de Agustín: “Dios nunca permitiría el mal, si no pudiera sacar bien del mal”. El sentimiento de pecado en los santos obra para bien de varias maneras.“
Watson continúa desarrollando la segunda manera de encontrar beneficio a través del mal del pecado:
La conciencia del pecado propio será invalidada para el bien de los piadosos.
(a) El pecado les hace sentir hastío de esta vida. Es triste que haya pecado en los piadosos, pero es bueno que este sea una carga. Las aflicciones de S. Pablo (perdón por la expresión) no eran para él sino un juego en comparación con su pecado. Él se regocijaba en la tribulación (2 Co. 7:4). ¡Pero cómo lloraba y se lamentaba bajo el peso de sus pecados esta ave del paraíso! “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). Un creyente lleva sus pecados como un preso sus cadenas; ¡oh, cómo anhela el día de la liberación! Este sentimiento de pecado es bueno.
(b) Esta corrupción interior hace que los santos aprecien más a Cristo. Aquel que siente su pecado, como un enfermo siente su enfermedad, ¡cuán bienvenido le resulta Cristo el médico! A aquel que se siente mordido por el pecado, ¡cuán preciosa le resulta la serpiente de bronce! Tras haber clamado Pablo desde un cuerpo de muerte, ¡qué agradecido estaba a Cristo! “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro. 7:25). La sangre de Cristo salva del pecado, ¡y es el sagrado ungüento que cura de esta infección!
(c) Este sentimiento de pecado obra para bien, al ofrecer la oportunidad de inducir al alma a realizar seis deberes especiales:
- Induce al alma al autoexamen. Un hijo de Dios consciente del pecado toma la vela y la lámpara de la Palabra, y examina su corazón. Desea conocer lo peor de sí mismo; al igual que un hombre con una enfermedad corporal desea conocer lo peor de su enfermedad. Si bien nuestro gozo reside en el conocimiento de nuestras virtudes, sin embargo, obtenemos algún beneficio del conocimiento de nuestras corrupciones. Por tanto, Job ora: “Hazme entender mi transgresión y mi pecado” (Job 13:23). Es bueno conocer nuestros pecados, para que no nos congratulemos, o consideremos nuestro estado como mejor de lo que es. Es bueno dar alcance a nuestros pecados, no sea que ellos nos den alcance a nosotros.
- La inherencia del pecado induce al hijo de Dios a la humildad. El pecado permanece en un hombre piadoso como un cáncer en el pecho, o una joroba en la espalda, para mantenerle libre de orgullo. La grava es buena para lastrar un barco y evitar que vuelque; el sentimiento de pecado ayuda a lastrar el alma para que la vanagloria no la vuelque. Leemos acerca de la mancha de los hijos de Dios (Dt. 32:5). Cuando un hombre piadoso contempla su condición en el espejo de la Escritura, y ve las manchas de la infidelidad y la hipocresía, esto hace que caigan las plumas del orgullo; son manchas humillantes. Podemos hacer un buen uso aun de nuestros pecados, cuando estos nos infunden un bajo concepto de nosotros mismos. Es mejor el pecado que nos vuelve humildes que el deber que nos vuelve orgullosos. El santo Bradford pronunció estas palabras acerca de sí mismo: “Soy un hipócrita pintado”; y Hooper5 dijo: “Señor, yo soy el Infierno, y tú el Cielo”.
- El pecado induce al hijo de Dios a la autocrítica; pronuncia una sentencia contra sí mismo. “Ciertamente más rudo soy yo que ninguno” (Pr. 30:2). Es peligroso juzgar a otros, pero es bueno juzgarnos a nosotros mismos. “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Co. 11:31). Cuando alguien se juzga a sí mismo, Satanás se queda sin trabajo. Cuando acusa de algo a un santo, este puede replicar y decir: “Es cierto, Satanás, soy culpable de estos pecados, pero ya me he juzgado a mí mismo por ellos; y habiéndome condenado a mi mismo en el tribunal ordinario de la conciencia, Dios me absolverá en el tribunal supremo del Cielo”.
- El pecado induce al hijo de Dios a tener un conflicto interior. El yo espiritual está en conflicto con el yo carnal. “El deseo de la carne es contra el Espíritu” (Gá. 5:17). Nuestra vida es una vida de tránsito y de lucha; hay un duelo diario entre las dos simientes. El creyente no deja que el pecado tome posesión apaciblemente. Si no puede mantener fuera el pecado, lo mantendrá bajo control; si bien no puede vencer completamente, sin embargo, es vencedor. “Al que venciere” (Ap. 2:7).
- El pecado induce al hijo de Dios a observarse a sí mismo. Sabe que el pecado es un traidor nato; se observa, pues, cuidadosamente a sí mismo. Un corazón sutil necesita un ojo vigilante. El corazón es como un castillo que está en peligro de ser asaltado cada hora; esto hace que el hijo de Dios sea siempre un centinela y monte guardia alrededor de su corazón. El creyente ejerce una estricta vigilancia sobre sí mismo, no sea que caiga estrepitosamente, y así abra una compuerta por la que se escape todo su consuelo.
- El pecado induce al alma a reformarse a sí misma. El hijo de Dios no solo detecta el pecado, sino que lo expulsa. Pone un pie sobre el cuello de sus pecados, y el otro pie lo vuelve a los testimonios de Dios (Sal. 119:59). De esta manera los pecados de los piadosos obran para bien. Dios convierte las enfermedades de los santos en sus medicinas.
Sin embargo, que nadie ABUSE de esta doctrina. No digo que el pecado obre para el bien de un impenitente. No, obra para su condenación, pero obra para el bien de los que aman a Dios; y sé que tú, que eres piadoso, NO sacarás una conclusión errónea de esto, ya sea para tomarte el pecado a la ligera, o para aventurarte en él. Si así lo hicieras, Dios te haría pagarlo caro. Recuerda a David: él se aventuró temerariamente en el pecado, ¿y qué consiguió? Perdió su paz, sintió los terrores del Omnipotente en su alma, aunque tenía todos los medios para estar alegre. Era rey; tenía dones para la música, sin embargo, nada podía proporcionarle consuelo; se lamenta de sus huesos abatidos (Sal. 51:8). Y, si bien al final salió de aquella oscura nube, algunos teólogos opinan que jamás recuperó su pleno gozo hasta el día de su muerte. Si algún hijo de Dios se mezclara con el pecado porque Dios puede convertirlo en bien, aunque el Señor no le condene, puede enviarle al infierno en esta vida. Puede someterle a unas angustias y convulsiones espirituales tan amargas que le llenen de horror y le pongan al borde de la desesperación. Sirva esto de espada encendida para impedirle acercarse al árbol prohibido.
Y de esta manera he mostrado que tanto las mejores cosas como las peores, mediante la mano del gran Dios que las invalida, cooperan para el bien de los santos.
Una vez más lo digo: NO TE TOMES A LA LIGERA EL PECADO.
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Es mi oración que estos dos artículos sirvan para que tengas una mejor comprensión sobre lo malvado y perverso del pecado, pero que sepas que a pesar de eso, Dios tiene el poder de invalidar el mal causado para el bien y el beneficio de sus hijos piadosos.