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Por Walter Jolón
En los cuatro evangelios nunca vamos a encontrar a Jesús haciendo su propia voluntad, Jesús dice: “38Porque no he descendido del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.” —Juan 6.38, RVC, cuando resucitó a Lázaro oró de la siguiente manera: “42Yo sabía que siempre me escuchas; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.»” —Juan 11.42, RVC. Juan nos muestra en la narrativa de su evangelio que Jesús proclamó verbalmente que su propósito al venir a la tierra fue para hacer la voluntad del Padre, cuando Jesús exclama en voz alta estas palabras «Yo sabía que siempre me escuchas» podemos ser testigos de que Él siempre estuvo consciente que estaba ante la presencia de Dios. Si nosotros buscamos imitar esa misma manera de pensar de Jesús y pedimos al Espíritu de Dios mantener siempre presente en nuestros pensamientos y nuestro corazón que Dios está allí presente tanto para escuchar nuestras oraciones como para observar nuestras acciones lograremos que no haya división en nada de lo que hagamos mientras somos peregrinos en este mundo, siempre buscaremos al igual que Jesús, hacer la voluntad de nuestro Padre. Si un hombre ha vivido Coram Deo en toda su plenitud, ese hombre ha sido Jesús.
Lo que sucedió en la cruz del Calvario me arrastra a la perplejidad, el hombre que vivió la vida perfecta, que sabía que siempre estaba ante el rostro de Dios, que vino para hacer la voluntad de su Padre en cada aspecto de su vida, a tal grado que, en busca de complacer a Dios en todo, su obediencia voluntaria lo llevó a morir como un cruel criminal, para pagar por los pecados que no cometió, para sufrir el castigo que jamás mereció, y experimentar la ira divina que jamás provocó, todo para salvar pecadores sumamente malos y empedernidos como nosotros, pecadores por voluntad propia, merecedores del castigo eterno y provocadores de la ira santa y justa de Dios. Este hombre, Jesús, el Hijo de Dios, que siempre vivió Coram Deo, llegó al punto de perder su condición favorable ante su Padre, Él había dicho que sabía que el Padre siempre lo escuchaba, sin embargo, llegó el momento de abandono, de soledad, el Padre lo abandonó, se alejó del Hijo (“34y a las tres de la tarde Jesús clamó a gran voz: «Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?», que significa «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»” —Marcos 15.34, RVC), cumpliéndose así la profecía del Salmo 22 (“1Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos, y no vienes a salvarme? ¿Por qué no atiendes mi clamor? 2Dios mío, te llamo de día, y no me respondes; te llamo de noche, y no hallo reposo.” —Salmo 22.1–2, RVC). No había algo más terrible y triste que ser abandonado por su Dios, Dios derramó toda su ira sobre Jesús, fue destruido en su cuerpo al grado de morir, pero la peor experiencia fue el desamparo divino, Jesús perdió Coram Deo, no por su pecado, porque jamás cometió pecado, pero sí por el nuestro, cuando Él carga con nuestra maldad, rebeldía y transgresiones de la ley divina, Él es hecho pecado (“21Al que no cometió ningún pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que en él nosotros fuéramos hechos justicia de Dios.” —2 Corintios 5.21, RVC). Jesús perdió Coram Deo para que nosotros, al creer, ahora podamos vivir Coram Deo, ese es mi asombro, es mi perplejidad, pero es también mi realidad, que, por pura gracia, Jesús nos ha llevado de nuevo a glorificar a Dios y gozar de Él para siempre.
Coram Deo, ante la presencia de Dios.
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